Devocional jueves 27 de febrero de 2025.
Buenos días. Les saluda el pastor David Aranda en este jueves 27 de febrero de 2025.
El día de hoy estaremos meditando en el pasaje de Génesis 17:1-14.
Habían transcurrido trece años desde el nacimiento de Ismael, aparentemente sin que hubiera más revelaciones divinas para Abram. Ya habían transcurrido veinticuatro años desde que Dios se le apareció por primera vez con la promesa de que sería el antepasado del Salvador. Ahora Abram tenía noventa y nueve años y Sarai ochenta y nueve. Humanamente hablando, se había esfumado toda esperanza de que llegaran a ser padres. Ahora, Dios decidió que había llegado el momento de hacer un asombroso anuncio respecto de su pacto.
Dios apareció una vez más a Abram. Se presentó con un nombre poco común; en hebreo es El Shaddai, el cual, al parecer, proviene de la raíz de un verbo que significa “manifestar poder” o “tratar violentamente”. El Dios que aquí se presentó con buenas nuevas para Abram es el Dios que puede obligar aun a la misma naturaleza a cumplir sus mandatos.
Al escuchar esas increíbles buenas nuevas, Abram inclinó el rostro hacia el suelo en humilde adoración. Aparte de la gracia de Dios, ¿cómo podría él, una criatura de barro, haber esperado jamás tener numerosos descendientes, uno de los cuales sería nada menos que el Salvador del mundo? Esta actitud de humilde adoración es la única actitud apropiada para un pecador en la presencia de Dios. ¡Qué trágico es que, con frecuencia, cuando nos acercamos a adorar al Todopoderoso, no tenemos esa actitud! Cuando olvidamos nuestra insignificancia e indignidad, cuando dejamos de maravillarnos ante la incomparable magnificencia de la gracia de Dios, nuestra adoración sufre por ello.
Como una garantía del hecho de que el hijo del pacto iba a nacer pronto, Dios le cambió el nombre a Abram. Ya no se iba a llamar Abram (“padre exaltado”), ahora será Abraham (“padre de muchos”). El cambio de nombre fue un sello del pacto, una garantía de que Dios iba a cumplir la promesa que le había hecho. Si no cumplía la promesa de su pacto, el nombre “Abraham” daría testimonio constantemente contra él. Pero viendo en retrospectiva el beneficio obtenido, podemos ver lo apropiado que fue sellar ese convenio. Abraham realmente llegó a ser el padre de multitudes de descendientes, algunos de ellos de sangre: los israelitas, los edomitas, los árabes. Algunos son descendientes espirituales que comparten su fe. El apóstol Pablo les escribió a los creyentes de Roma: “[Abraham] es el padre de todos nosotros” (Romanos 4:16).
Cuando inclinó su rostro hacia el suelo, Abraham casi no podía creer las buenas nuevas que estaba escuchando: “De ti saldrán… reyes”. Pensamos inmediatamente en la línea real del gran rey David que culmina en el Hijo más grande de David, Jesucristo, el Rey de reyes.
Como garantía adicional, Jehová ahora le dio la circuncisión a su pueblo como otro sello del pacto. Esto no se debe entender como si la circuncisión no se hubiera conocido hasta ese entonces en el mundo antiguo. El profeta Jeremías dice claramente que esa costumbre ya era conocida entre otras naciones de esos días (9:25). La practicaban ya fuera por higiene o como un rito de la pubertad, tal y como hoy en día aún se hace. Para sellar el convenio solemne que había hecho con los descendientes de Abraham, Dios designó esta costumbre como un distintivo de su pacto.
Además, la circuncisión simbolizaba la extirpación de la contaminación, hacer a un lado la resistencia interna que tiene el pecador ante Dios. Pablo lo llama “sello de la justicia de la fe que tuvo [Abraham]” (Romanos 4:11). El varón israelita que no quisiera circuncidarse estaba rechazando el pacto divino y debía ser echado fuera de su pueblo (Éxodo 31:14).
Cuando vino Cristo, el mediador del nuevo pacto, la circuncisión ya no fue necesaria. La realidad reemplazó a la sombra. En el concilio de Jerusalén, la iglesia cristiana primitiva adoptó una fuerte posición contra los que enseñaban que: “Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos” (Hechos 15:1).
Oremos: Padre Santo y bueno, vengo delante de ti agradecido Señor porque tu Santo Espíritu es hoy un sello de que te pertenezco, has circuncidado mi corazón desechando aquello que me separaba de ti. Sin embargo, aún me ensucio todos los días y necesito tu perdón. Vengo a ti pidiendo que me limpies, en el nombre de Jesús. Amén.
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